martes, 6 de mayo de 2008

Crítica Diego Braude (31/08/2007)

Un depósito, dos trabajadores haraganean un poco, esperando que el jefe los deje ir. El jefe, un hombre bonachón, obsesivo, que renguea un tanto. Se están por ir, cuando cae un allanamiento de la policía. Ahora nadie se va.

Los oficiales de la ley remueven todo, sacan el papeleo, hacen entrar a los testigos. La cosa se pone kafkiana, porque, a cada pedido del dueño de que le expliquen qué está ocurriendo, el comisario a cargo le responde que eso se lo dirán en la comisaría, y que ahora lo deje trabajar y se calle.

El asunto se repite así durante un tiempo, mientras los policías revuelven el depósito buscando vaya uno a saber qué, y uno de ellos saca una portátil y vetusta máquina de escribir para tomar las declaraciones (lo que hace, como es de esperar, muy lento y escribiendo con los dos dedos índices…). El conflicto gira alrededor de quién puede haber sido la persona qué hizo la denuncia y por qué, ya que rápidamente queda en evidencia que el allanamiento está lejos de ser un éxito.

Pero. Siempre hay un pero. Pero, como en música, se van agregando a la historia temas nuevos. Primero, son como acordes que se aparecen, notas de color. Uno de los testigos es un joven con una madre ansiosa y sobreprotectora. El otro, un abogado vestido como para una fiesta a quien, por algún motivo, le suena permanentemente el teléfono con un mismo interlocutor del otro lado. Se entrometen, se encima sobre la que hasta ese momento era la principal.

El amor, las mujeres… Las uniones, las separaciones. Ahí uno cae en que son todos hombres los que están en este recinto. Todos con diferentes niveles de autoridad, todos machos. Todos, también, igualados a la hora de “manda la patrona”. “Mi mujer me mata”, “mi mamá me espera”, “mi novia me espera”, “mi amante me reclama”. Tanto poder, tanto lío, para sucumbir a la omnipresente presencia femenina.

Y, entonces, de a poco, los temas estos que parecían secundarios, van pasando al frente para competir por la atención.

A este punto, el conflicto inicial, ha quedado igualado. La trama consiste, en líneas generales, en poder unificar bajo un cierto orden, una serie de eventos. Es decir, les dan una dirección, una coherencia narrativa. “Testigos”, en ese sentido, horizontaliza a nivel dramatúrgico esto, porque todos los personajes se vuelven espectadores de la historia de los demás. No hay jerarquía dramática, sino que cada línea se disputa su permanencia, algo que, de manera fractal, se repetirá en el final.

El decorado realista, con cajas que son cajas, mesas que son mesas, luces que suben y bajan como la tensión, formas de hablar y de decir. Pero no todo es lo que parece. En la obra anterior de Joaquín Bonet, “Acercamientos Personales II”, estaban la parodia al policial negro con un toque de musical. En vez de rechazar el género, el código conocido, se lo toma para facilitar la entrada a la narración, luego de lo cual, sí, es quebrado y subvertido.

Pero “Testigos” también se ríe un poco de y con esa fractalidad, que es característica de cierto teatro local. Juega, hace piruetas, entretiene usando estas reglas que pertenecen a diversos géneros como el melodrama, el absurdo, el grotesco reciente. No hay gestos grandilocuentes, sino todos pasos que parecen chiquitos, como esos temas que se van filtrando en la música.

Reíd del artificio.

Diego Braude www.imaginacionatrapada.com

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